Memoria Histórica y Vergüenza Democrática

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A las 6 de la madrugada del 11 de marzo de 1939 caían frente al pelotón de fusilamiento en la tapia oeste del cementerio de Huesca, entre otros, los vecinos de Lanaja Antonio Alastrué Navasa, Tomás Sampériz Campos y Dionisio Otín Abardía. Un tribunal militar presidido por el comandante de Caballería Isidoro Grada y en el que actuó como ponente el comandante honorario J. M. García Gutiérrez, los había sentenciado a la última pena por su participación a mediados de agosto de 1936 en la muerte de dos sacerdotes de Castejón de Monegros. Los curas se habían ocultado en una paridera de la Sierra de Alcubierre y aunque se defendieron a tiros, fueron cazados y liquidados.

El consejo de guerra recoge testimonios inconcretos, acusaciones carentes de fundamento y habladurías interesadas; señalamientos, en definitiva, imposibles de verificar o demostrar, a pesar de lo cual a los detenidos no les dieron ninguna posibilidad de defenderse, ni siquiera de manifestar que sus declaraciones habían sido obtenidas a golpes bajo brutales y continuadas torturas. La implacable «justicia militar» de Franco no admitía fisuras en el sistema: una palabra de la gente de orden servía para apretar el gatillo, después paladas de tierra apagaban los ecos del tiro de gracia.

Una nieta de Antonio Alastrué, María Pilar, ha hurgado en el pasado familiar y documental para conocer la suerte de su abuelo y averiguar dónde reposan sus restos a fin de darles sepultura digna y ventilar la injusticia de un asesinato vil, una muerte sumaria por nada.

María Pilar obtuvo el pasado 22 de enero del Ministerio de Política Territorial y Memoria Democrática, presidido por el socialista Ángel Víctor Torres, la «Declaración de Reconocimiento y Reparación Personal» que testimonia como «ilegal e ilegítimo el tribunal que juzgó a Antonio Alastrué». Asimismo, señala el certificado, «ilegales y nulas las condenas, sanciones o resoluciones dictadas contra Alastrué Navasa», incluidas, claro, no solo las judiciales, también las administrativas, ideológicas, de conciencia… Basura incriminatoria en definitiva, mecanografiada bajo el membrete de los legisladores criminales.

Es una victoria moral la de María Pilar, y aunque en cierto modo reparadora y gratificante, a todas luces incompleta, pírrica, ya que los restos de su abuelo, que quedó inhumado en el cuadro número 1 del cementerio de Huesca, es probable que fueran a parar en algún momento al osario común o lo que es peor, enviados al pudridero imperial del Valle de los Caídos, despojos sin identificar y desde luego sin autorización para el supuesto traslado de su viuda Pilar Aguareles.

Obtiene este reconocimiento la nieta del asesinado Alastrué Navasa, maestro y capataz forestal de 51 años, padre de cinco hijos, cuando los tribunales ordenan al Ayuntamiento de Huesca la retirada del callejero de los nombres de alcaldes –Mateo Estaún Llanas, José María Lacasa y Mariano Ponz Piedrafita– que lo fueron jurando fidelidad al régimen genocida y corrupto que se ciscaba en los derechos humanos y humillaba a las víctimas y a sus familias echando cal viva en los cuerpos acribillados y sacos de sal y oprobio sobre su memoria.

El Ayuntamiento de Huesca siempre ha sido refractario en materia de reconocimiento democrático. Contrario a la memoria de Antonio Alastrué como también a la de los cientos de fusilados cuyos huesos no ha custodiado con decoro ni diligencia y cuya identidad de víctimas ha mancillado con el olvido, la negación y una secular desidia cainita. Si el legado memorialista del autotitulado «socialista» Luis Felipe desprende un tufo reaccionario que apabulla, el de sus epígonos en el mandato actual comparte el lastre en la misma ignominiosa medida.

Tres meses después de tomar posesión como alcaldesa la rutilante popular Lorena Orduna, el pleno municipal en sesión de septiembre de 2023 adoptó el acuerdo de recurrir la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Aragón que ordenaba retirar las placas de otros alcaldes de la dictadura, en este caso Pedro Sopena Claver, Vicente Campo Palacio, José Gil Cávez y Emilio Miravé. El recurso municipal, presentado ante el Tribunal Supremo para tratar de mantener viva en el callejero la presencia de estos artífices del Movimiento Nacional, venía avalado por unanimidad del consistorio: PP, Vox y el bloque monolítico del PSOE, sin pestañear.

Concejales y concejalas mirando sañudos para otro lado a fin de ignorar las madrugadas de nucas y frentes reventadas por el tiro de gracia. Munícipes de la democracia actuando como sepultureros de la verdad histórica y defensores de aquellos políticos siniestros por la gracia de Dios que hoy proscriben las leyes. Representantes de la ciudadanía abonados a la disciplina de cuartel que durante decenios ha sentenciado a Antonio Alastrué como si fuera un delincuente.

Concejales de todas las derechas que el día de difuntos perfuman con pétalos de rosas el osario común para ventilarse el propio tufo de naftalina y vergüenza, el oprobio de la injusticia con que los significa la misma banda que lucen en las procesiones y las liturgias de acción de gracias que frecuentan con fervorín de asalariados.

La reparación personal de Antonio Alastrué Navasa, la exigencia de hallar sus restos y la limpieza del callejero deberían sacudir las conciencias de los dignos. Si los hubiera.

Victor Pardo

Fotos:

1.- Vista general del cuadro 1 del cementerio de Huesca en el que fueron enterrados en distintas fechas 43 fusilados, cuyos restos se ignora si permanecen en este espacio.

2 y 3.- Documentos contenidos en el sumario instruido a Antonio Alastrué y otros acusados que serían pasados por las armas.

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