Hoy debería ser día de luto en Huesca

Mercedes SanchezNoticiasLeave a Comment

Hoy a las 11,00 en el cementerio civil de Huesca se ha llevado acabo un acto en recuerdo de todos aquellos oscenses que fueron asesinados del 36 al 45, por causa del golpe militar, el fascismo y la dictadura que sufrio nuestro país.

Hace dos años en este mismo cementerio gracias a la iniciativa del Colectivo Ciudadano de Huesca y CNT, se inauguró el Memorial de los fusilados en Huesca, donde se recoge el nombre de estas 548 personas que vieron truncada su vida por la barbarie fascista.

Huesca, 23 de agosto de 1936

Los enterradores, exhaustos a última hora de la tarde de aquel domingo 23 de agosto de 1936, se atrevieron a plantear al jefe de la partida que volverían al día siguiente por la mañana para concluir el trabajo, pero no hubo lugar, éste les apuntó con la pistola y les amenazó con meterlos en la próxima saca si abandonaban el tajo. En el cementerio de Huesca los regueros de sangre marcaban el camino entre la tapia del lado oeste y el cuadro 15, donde caían amontonados los cuerpos, algunos con la cabeza destrozada por el tiro de gracia. En total fueron noventa y cinco, entre ellos seis mujeres.

Todo había comenzado por la mañana, cuando la aviación republicana bombardeó la ciudad causando dos muertos, varios heridos y destrozos en casas y calles. Falangistas, militantes de la organización ultraderechista Acción Ciudadana y sobre todo el cabildo catedral en pleno, organizaron una manifestación que exigía “¡Represalias!” al tiempo que clamaba a voz en grito “¡Mueran los cobardes antipatriotas!”. El recorrido concluyó ante la Comandancia Militar, donde el coronel Luis Soláns Lavedán, natural de Albalate de Cinca, que llevaba tres días como jefe militar de la plaza, prometió “justicia para los causantes del desastre nacional”.

La limpieza en la cárcel se inició de inmediato. En un camión al que habían retirado el toldo, militares y señoritos de la Falange, en medio de una lluvia de golpes, patadas, culatazos y toda suerte de vejaciones, comenzaron a cargar a los presos atados con alambres por las muñecas de dos en dos. Muchos vecinos contemplaron el cortejo de muerte en dirección al cementerio y cruzaron la mirada con parientes y amigos a los que nunca iban a volver a ver. Algunos aplaudían la patriótica acción de exterminio a su paso por las calles céntricas. Los viajes, convertidos en exhibición de reos, se prolongaron durante toda la jornada y en la ficha procesal de cada uno de los presos quedó registrada una observación que era macabra sentencia: “23 de agosto, es puesto en libertad”.

Anarquistas, socialistas, militantes de Izquierda Republicana… la adscripción política no tenía importancia, eran rojos y había que eliminarlos sin juicio, sin miramientos, sin excepción y sin prisa. Obreros de la construcción, médicos, pintores, carpinteros, funcionarios, empleados, maestros, gente humilde o de posición social acomodada, todos eran iguales ante el pelotón de fusilamiento ávido por depurar un censo de población en el que solo tenían cabida los nacionalcatólicos.

Tampoco las mujeres se libraron de la saña asesina. A las hermanas Rafaela y Victoria Barrabés Asún, libertarias, las detuvieron al no hallar en la casa a sus hermanos Faustino y Juan Manuel; a Sacramento Bernués, también anarquista, madre de seis hijos, la mataban lamentando no haber apresado igualmente a su marido, Julián Grimal, hombre de acción que había huido de la ciudad; la modista de 23 años Francisca Mallén Pardo, ácrata, no pudo despedirse de su novio querido José Espuis, que fue al paredón en otro viaje de muerte el mismo día.

Eugenia Funes Tornés regentaba una frutería en la calle Ramiro el Monje, no se le conocía militancia sindical ni política pero, al parecer, alguien sabía que guardaba una bandera republicana en su casa. Eugenia tenía 34 años y una hija. Concha Monrás Casas, viuda de Ramón Acín desde el 6 de agosto, fecha de la detención de ambos, era una mujer inteligente, independiente, culta y moderna, cargos todos suficientes para que el fascismo acabara con su vida.

Los verdugos celebraban las orgías de sangre en el bar Flor. Aquel 23 de agosto, uno de ellos, matarife de profesión, se jactaba de no haber gastado balas para cumplir con su misión de carnicero, los instrumentos de su oficio le habían bastado. Otro, se lamentaba del dolor en el dedo con el que había apretado el gatillo todo el día. Los ritos de la represión se consumaban con copas de coñac y borracheras patrióticas.

82 años después de aquel malhadado día, desmantelado el cuadro 15 del cementerio en los años setenta, ignoramos dónde se encuentran los restos de la mayoría de los asesinados, convertidos de este modo en desaparecidos. Tampoco ningún rincón de la ciudad, ni escultura pública ni nombre de calle alguna recuerda este ominoso hecho.

Víctor Pardo Lancina

Fotos: @resamer

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