El director general de prisiones pasa revista a un grupo de reclusos en la prisión provincial de Zaragoza. Marín Chivite. C. 1960
La magistrada del Juzgado de Instrucción número 8 de Zaragoza, Nicolasa García, eligió la precisa fecha de 18 de julio de 2019 para comunicar al Ayuntamiento zaragozano y a los más de una treintena de familiares de víctimas del franquismo personados, el archivo de la querella interpuesta seis meses antes contra siete policías y dieciocho gobernadores del franquismo por genocidio, crímenes de lesa humanidad, torturas sistemáticas y desapariciones forzadas. La falta de delicadeza de la jueza, a qué dudarlo, constituía un razonamiento de hecho en sí misma.
El recurso al archivo de la querella seguido por los familiares también fue archivado en la Audiencia Provincial y próximamente se verá en el Tribunal Constitucional donde, si nada lo impide, volverá a tropezar con la Ley de Amnistía, para emprender el camino de los tribunales de Argentina, en busca de la justicia universal que persiga los crímenes fascistas cometidos en España, crímenes que son imprescriptibles de acuerdo con la legislación penal internacional.
Los testimonios de los querellantes están avalados por un informe pericial de contexto en el que se recoge la crónica de la represión y la brutalidad del franquismo en Zaragoza desde el momento mismo del golpe de estado, otro 18 de julio, y la aprobación de la Ley de Amnistía de 15 de octubre de 1977, día, en definitiva, de la ley de punto final. El documento recorre las instancias represoras a partir de los asesinatos extrajudiciales durante el sangriento verano de 1936, los consejos de guerra, tribunales de responsabilidades políticas, Ley Para la Represión de la Masonería y el Comunismo, Tribunal de Orden Público, etc. Además, aporta testimonios de represaliados recogidos en la bibliografía al uso, archivos y documentos contrastados con fuentes solventes.
La muerte por coronavirus del torturador Juan Antonio González Pacheco, Billy el Niño, ha venido a subrayar la indecencia del sistema que permite a los ejecutores de los atropellos más violentos y viles contra los derechos humanos, burlar la acción de los tribunales, campar a sus anchas impunes siendo incluso recompensados económicamente por la perpetración de sus delitos y gozar de la tranquilidad de estar blindados por la estructura democrática contra la que sudaron en las comisarías apaleando hasta la agonía, cuando no llevando a la muerte, a los detenidos que luchaban por la libertad y la justicia social.
«Sabía que los primeros golpes duelen, pero que si te dan muchos seguidos llega un momento en que ya no te das cuenta o ya no notas el dolor y en el mejor de los casos puedes perder el conocimiento, con lo que ya no notarás nada». Habla Floreal Torguet, obrero de la construcción, enlace sindical de Dragados y Construcciones, detenido el 1 de febrero de 1970 con un paquete de doscientas octavillas preparadas para su distribución. Trasladado a la comisaría central del Paseo María Agustín se dispuso a enfrentar las torturas, consciente de que «no iban a tener compasión».
«Empezaron a pegarme, al primer golpe yo empecé a insultarles: hijos de puta, cobardes, maricones. Cuanto más me pegaban, más les insultaba. Me daban todos a la vez o se colocaban para darme mejor, siempre los golpes al cuerpo, nunca a la cara o a la cabeza. Alguien sacó un bastón de madera y con él y con fuerza me golpeaban en las piernas y en el culo, donde no hubiera huesos. El Yeyé me cogía mi brazo derecho con su mano izquierda y con el puño de su derecha me arreaba en el estómago, cada vez me iba al suelo, me levantaba o me levantaban y vuelta a empezar sin parar. Con el palo, alguien especialista me fue pegando en la cabeza de un lado al otro y de delante atrás sin dar fuerte, pero lo suficiente para dejarme la cabeza como un melón muy maduro, que metes el dedo y se hunde en la piel».
Estremecedores resultan los testimonios recogidos en marzo de 1971 en una publicación clandestina realizada por los militantes de CC.OO. Juancho Graell y Antonio Martínez Valero, bajo la rúbrica «Un grupo de demócratas de Zaragoza». El documento de denuncia se nutrió tanto de las informaciones transmitidas por los abogados defensores de algunos de los detenidos en la cárcel de Torrero, como por los relatos escritos por los mismos presos en servilletas de papel o en inverosímiles soportes escamoteados al celo vigilante de los funcionarios de la prisión y entregados a los letrados.
«Durante 12 días permanecí en comisaría después de mi detención», escribió José M. Abreu, estudiante de Filología de 23 años. «Me obligaron durante 16 horas, repartidas en dos días de 8 horas y a su vez en turnos de cuatro -mañana y tarde- a hacer la bicicleta, consistente en esposar las muñecas debajo de los muslos y caminar agachado; durante este tiempo, a la vez, me golpeaban los policías con las manos, los pies y un bastón (al que llamaban “Los Derechos Humanos”) en la cabeza, estómago, glúteos, cuello, piernas, tórax y planta de los pies; al igual que me amenazaban e insultaban. También recuerdo que me pegaron con una vara de madera en los testículos y puntas de los dedos. Pedí comida y médico y se me negó, diciendo que me dejarían morir allí. Me llamaron hijo de puta, cabrón, chulo, etc.»
J. J. Menéndez, estudiante, 21 años: «Fui detenido el 3 de febrero de 1971. Me interrogaron ya esa misma tarde. Comenzaron desde un principio las palizas sistemáticas. En este primer interrogatorio estuve en una sala grande: me pusieron las esposas en las manos por detrás de las rodillas y me hacían caminar en cuclillas, durante todo el tiempo. Al mismo tiempo, me pegaban con unos bastones de bambú terminados en una punta de hierro, en los glúteos y en las manos y en la espalda. Cuando me caía agotado me ponían de pie y entonces comenzaban a golpearme el pecho, la cara y el estómago, mientras continuaba esposado por detrás. Aquel interrogatorio culminó cuando, esposado, me dejaron sobre una mesa de cintura para abajo suspendido en el aire, [este sistema de tortura se denomina el quirófano]; entonces cuatro policías comenzaban a golpearme en los pies, previamente descalzos, con un bastón, puñetazos en el estómago y pecho; golpes en la cara, mientras otro de ellos, con bastones me golpeaban en los testículos».
El militante comunista Manuel Gil cita a algunos de los policías que lo golpeaban en comisaría:
El célebre “Carlitos” y el no menos célebre [Roberto] Conesa. […] Ángel Gilaberte [Lafuente, jefe de la Brigada Político Social]. Con Ángel Gilaberte actuaron, que yo sepa, Raimundo Maestro, Eleuterio Fernández-Giró Domech apodado “El Legionario”, un tal Palazón, otro al que llamaban “El Yeyé” y ese Torres [Jesús Martínez Torres] que no hace muchos años fue denunciado por camaradas como torturador, precisamente cuando un gobierno de Felipe González le nombre jefe de algo importante de la lucha antiterrorista».
Vicente Cazcarra, que será responsable de la estructura zaragozana del PCE, señala a los mismos policías como reconocidos torturadores:
La “Social”, como se la llamaba, era la policía política del régimen. Nombres como Yagüe, Conesa (responsable de la caída y fusilamiento de las “trece rosas”), Comín (todavía en 1973 despotricaba contra las “tiorras rojas” de las milicias populares, en desafortunado préstamo lingüístico de Unamuno), “Carlitos”, Gilaberte, Martín Maguenas, Maestro, Fernández-Giró Domech “El Legionario”. Palazón o Torres ocupan un dudoso lugar de honor en la lista de sus jefes y torturadores. A sus miembros se atribuye el asesinato de Enrique Ruano en 1969, estudiante de la Universidad de Madrid, perteneciente al “Felipe” (FLP, Frente de Liberación Popular), que echó a la calle en protesta a diez mil zaragozanos. O el apaleamiento de Julián Grimau [fusilado en Madrid el 20 de abril de 1963 por sentencia dictada en consejo de guerra], “arrojado” por una ventana de la DGS en el transcurso de un “hábil interrogatorio”».
Billy el Niño, condecorado por sus hazañas sangrientas frente a hombres y mujeres indefensos, desnudos y machacados con saña, no fue el único laureado. Eleuterio Fernández, en una ceremonia corporativa múltiple que tuvo lugar en julio de 1974, fue distinguido por el Ministerio de la Gobernación con la Cruz al Mérito Policial con distintivo rojo «en atención a los méritos que concurren en los interesados que se han destacado por su entrega al cumplimiento del deber y por sus condiciones de preparación». Igualmente será reconocido otro miembro de la Brigada, habitual en las sesiones de interrogatorios, como fue Guillermo García Cedrón, al que se impuso la Cruz al Mérito Policial con distintivo blanco.
Víctor Pardo Lancina